septiembre 26, 2009

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Sin mucha elección y casi sin quererlo, él era un joven a bordo de un autobús que cruzaba Carolina del Norte rumbo a algún lugar. Empezó a nevar y el autobús paró en un café sobre las colinas y los pasajeros entraron. Él se sentó en el mostrador con los demás, pidió y le trajeron su comida, que estaba particularmente buena lo mismo que el café. La camarera no era como las mujeres que él había conocido. No se hacía la interesante, un humor natural emanaba de ella. El cocinero decía cosas locas. El lavacopas, atrás, se reía con una risa limpia y placentera. El joven miraba la nieve a través de las ventanas.
Quería quedarse en ese café para siempre. Un curioso sentimiento lo inundó: que todo era bello ahí, que todo permanecería siempre bello ahí. Entonces el chofer avisó a los pasajeros que ya era tiempo de irse. El joven pensó, me voy a quedar aquí, me voy a quedar aquí. Pero se levantó y siguió a los otros hasta el autobús. Encontró su asiento y miró el café por la ventanilla. El autobús arrancó, dobló una curva, y fue camino abajo, alejándose de las colinas. El joven miraba hacia adelante. Los otros pasajeros charlaban de otras cosas, leían o intentaban dormir.No se habían dado cuenta de la magia. El joven puso su cabeza contra el asiento, cerró los ojos, fingió dormir. Nada quedaba sólo escuchar el sonido del motor, el sonido de las ruedas en la nieve.

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